Las reses bravas cabecearon, inquietas, cuando el estruendo de una sucesión de catorce disparos quebró de un mismo golpe el gélido silencio de la madrugada y las almas de tres chavales. Eran dos hombres quienes empuñaban las escopetas y ambos dejaron en los cadáveres su particular firma de fuego para quien supiera o quisiera leerla: una rúbrica perfilada por pequeños perdigones que atravesaron las ropas y los cuerpos en sentido claramente descendente; la otra, trazada con bolas de plomo de grueso calibre que abrieron las carnes en una trayectoria paralela al suelo. Dos armas. Dos tipos de munición. Dos trayectorias diferentes. Dos autores materiales para un triple asesinato.
Han pasado veinte años desde aquel 1 de diciembre de 1990 que abrió una de las páginas más trágicas de la historia negra en España: el denominado 'crimen de los tres novilleros' o 'crimen de Charco Lentisco'. Han pasado veinte años y sólo uno de aquellos dos hombres ha purgado sus culpas: José Manuel Yepes Palazón, por entonces un joven empleado de la finca, que fue condenado a 81 años de cárcel por los tres asesinatos. El otro sigue sin tener rostro. De llegar a ser identificado, cosa ya harto improbable, de bien poco serviría. Han pasado veinte años y el crimen ha prescrito.
Fue necesario llegar a juicio -«¡manda huevos!», habría sentenciado el jurista Federico Trillo- para que los tres experimentados magistrados que conformaban la Sección Primera de la Audiencia Provincial de Murcia, Carlos Moreno Millán, Francisco Carrillo Vinadel y Abdón Díaz Suárez, supieran interpretar lo que el sumario 1/1990, abierto cuatro años antes por la titular del Juzgado de Instrucción número 1 de Cieza, Pilar Rubio, ya dejaba traslucir desde la página 342, perteneciente al Tomo II, con la que se iniciaba el informe sobre las autopsias. Un documento de 47 páginas, emitido por los forenses apenas 24 días después de perpetrados los asesinatos, en el que ya se reseñaba con todo detalle que los proyectiles eran de dos tipos bien distintos -perdigones y postas- y que los orificios en los cuerpos se agrupaban en dos tipos de trayectorias bien diferenciadas. Datos más que suficientes, en apariencia, para haber sospechado en ese mismo instante de la presencia de dos escopetas y, con ello, también de dos tiradores.
No fue, así pues, hasta el 7 de enero de 1994, día en que la Sala leyó su sentencia, cuando estos tres jueces ordenaron que se iniciaran gestiones dirigidas a identificar al segundo autor material del crimen. A la persona que, junto a José Manuel Yepes, acribilló a sangre fría, en una helada noche de luna llena, a los novilleros albaceteños Juan Lorenzo Franco, 'El Loren'; Andres Panduro y Juan Carlos Rumbo. Pero era demasido tarde. A esas alturas, la investigación, como los cuerpos, estaba putrefacta. Hedía cada uno de sus tomos por la sucesión de versiones diferentes, sesgadas, contradictorias, incompatibles..., aportadas a lo largo de muchos meses por sospechosos y testigos. Una madeja que no estaba demasiado liada en su origen, pero que se había ido enmarañando con cada nueva diligencia, con cada toma de declaraciones, con cada pericial de oficio o de parte..., y que cuatro años más tarde el nuevo juez de Instrucción 1 de Cieza, Antonio Videras, ya no fue capaz de desenredar.
Ahora, al cabo de los cuatro lustros transcurridos desde el crimen, ya sólo queda lugar para el lamento, muy especialmente de los familiares de los tres fallecidos, que con cada novedad sobre el asunto ven reabrirse las llagas con que el dolor ha lacerado tantas veces sus corazones: la puesta en libertad de un implicado, la salida de prisión del principal condenado, la sentencia que les impedirá cobrar cualquier tipo de indemnización... La noticia con la que ahora se han dado de bruces no es más agradable que las anteriores. Es la que se deriva, simple y llanamente, del artículo 131 del Código Penal: «Los delitos prescriben a los 20 años, cuando la pena máxima señalada al delito sea prisión de 15 o más años».
Algo que, traducido a este caso, significa que el segundo asesino, por mucho que hoy mismo pudiera ser identificado, no podrá ser procesado, juzgado, condenado ni encarcelado. Que jamás purgará sus terribles culpas. Que es un hombre libre. A salvo. Impune. Sin otra amenaza ni carga sobre su persona que las derivadas de su conciencia, si algo en ella funciona todavía.
¿Qué ocurrió aquella noche?
Acorralados y masacrados
El Loren, Panduro y Rumbo eran tres novilleros de la Escuela Taurina de Albacete que el 1 de diciembre de 1990 decidieron ir a 'hacer la luna' a la finca ganadera de Charco Lentisco, en Cieza. La elección estaba lejos de ser casual. El Loren y sus padres habían mantenido durante años una relación de estrecha amistad con el dueño de la propiedad, un industrial de Molina de Segura, Manuel Costa Abellán, que había hecho rápida fortuna con el papel de impresoras y que desviaba parte de los dineros a satisfacer su afición a los toros. De esta forma, soñaba con tener una ganadería de reses bravas de cierto renombre y además había apoderado a El Loren, a quien sufragaba las novilladas y para quien había encargado incluso un caro traje de luces en Madrid.
Todo fue bien hasta que la relación, por razones nunca del todo aclaradas, se rompió y avinagró, dejando paso a la desconfianza, los recelos y las ansias de venganza. Todo apunta a que, de alguna forma, a partir de ese distanciamiento, el torero en ciernes que era Juan Lorenzo Franco había convertido la finca de su antiguo apoderado en escenario preferente de algunas correrías nocturnas, en las que se soltaba el ganado por los campos, se mezclaban reses bravas con mansas y se lidiaban novillos a la luz de la luna llena.
Huelga decir que aquellos hechos no eran bien acogidos por el empresario ni por su gente de confianza, un ricoteño afincado en Cieza, de nombre José Yepes Saorín, y dos de sus hijos, José Manuel, de 19 años, y Pedro Antonio, de15, a quienes tenía empleados en la ganadería.
La noche de autos cenaron todos ellos en casa de José Yepes y, entre la una y las tres de la madrugada, conscientes de que había luna llena y que era momento propicio para una nueva invasión de la finca, Manuel Costa, José Manuel y Pedro Antonio se dirigieron en coche hacia Charco Lentisco, acompañados además por la esposa y el hijo menor del primero.
Apenas habían metido el Toyota Celica por el camino de acceso cuando observaron las reses removidas y tres figuras humanas corriendo entre ellas. Descendieron de un salto los hermanos Yepes, cogieron una escopeta Franchi que habían guardado en el maletero, e iniciaron campo a través la persecución de los intrusos. Ya en los primeros momentos alguno de ellos resultó herido por los disparos, como Andrés Panduro, quien recibió el impacto de decenas de perdigones en sus gluteos.
Aterrados, lacerados por los plomos, los maletillas fueron acorralados en un cruce de caminos, distante unos 300 metros de la finca. Sobre un talud de tierra, en el borde de un huerto de almendros, se situó José Manuel Yepes, lo que le confería un dominio total sobre un escenario nítida y fantasmagóricamente iluminado por la luna llena. Abajo, en pie sobre el camino mismo, el 'asesino sin rostro', un hombre bien conocido sin duda de Costa y de sus empleados, había cortado a su vez la carrera de los tres novilleros llegando desde un sentido opuesto.
«Allí todo eran gritos: ¡mátalos!, ¡no los mates!, ¡dispara!... Se volvieron todos locos y a mí se me fueron los nervios», confesó más tarde ante la juez José Manuel Yepes, describiendo con toda crudeza esos instantes previos a los disparos en los que pareció suspenderse el tiempo sobre las escarchadas ramas de los almendros.
Doce disparos hizo el chico, que impactaron en las cabezas, en los hombros, en las bocas, en los brazos... de los jóvenes albaceteños. Al menos dos más realizó el otro asesino: dos cartuchazos de postas, realizados en apariencia por una escopeta clásica de dos cañones, de las que no expulsan automáticamente las vainas vacías. Sacó los cartuchos ya disparados y se los debió de guardar en un bolsillo, pues, al contrario de lo que ocurrió con los percutidos por José Manuel Yepes, que empuñaba una Franchi semiautomática, no fueron hallados en la zona.
A su vez, Manuel Costa, que había llegado al lugar al volante de su Toyota, «nada hizo por impedir los asesinatos», según se recogió en la sentencia, pese a las súplicas de El Loren, que gritaba su nombre y clamaba clemencia.
¿Errores en la investigación?
Todo falló desde el principio
La investigación de los hechos quedó viciada desde un primer momento por varias circunstancias. La primera de ellas, el hecho de que los asesinos, después de cometido el crimen y haber barajado y desechado varias opciones para hacer desaparecer los cuerpos, como quemarlos y enterrarlos en cal viva, corrieran a Murcia a buscar a un abogado, Manuel Martínez Garrido, quien había trabajado en alguna ocasión para las empresas de Costa.
En el tiempo transcurrido hasta que covenció a Costa para entregarse a la Guardia Civil, lo que ocurrió hacia las seis de la madrugada, bien pudo darle algún consejo para 'minimizar' las consecuencias del espantoso suceso. Nada hay en el sumario que así lo indique, pero nadie habría entendido otra manera de actuar en un abogado. Ni siquiera habría sido honesto haber actuado de otra forma.
Lo cierto es que entre Yepes y Costa pudo improvisarse un plan que, en resumen, y según se puede extraer de las numerosas declaraciones obrantes en el sumario, habría consistido en que el menor de los Yepes, Pedro Antonio, de 15 años, se inculparía de las tres muertes -era la opción más ventajosa para todos, ya que al ser menor de edad no podría ser encarcelado-, ninguna mención se haría de la persona que empuñaba la segunda escopeta, y Costa, que sería el encargado de sufragar todos los gastos de las defensas, sería exculpado del triple crimen -así ocurrió en las primeras declaraciones-, señalando que había llegado con su coche cuando todo había ya ocurrido.
Otra circunstancia que sin duda tuvo su influencia en el devenir de la investigación fue el hecho de que la juez Pilar Rubio, sin demasiada experiencia todavía a sus espaldas y, como es comprensible, sin experiencia alguna en un asunto de tamaña envergadura, asumierá por sí misma todo el peso de la investigación, dirigiendo incluso las primeras tomas de declaración a los sospechosos.
En contra de lo habitual en estos casos, relegó a los especialistas de la Policía Judicial de la Guardia Civil, que no tuvieron la oportunidad de interrogar a los implicados y que, en líneas generales, se sintieron agraviados, ninguneados y de ahí en adelante poco animados a dejarse la piel en el asunto.
El resultado de la instrucción del sumario no fue del todo infeliz, a pesar de todo, pues se logró desmontar parcialmente la trama -se estableció que la mayor parte de los disparos los había realizado el mayor de los hermanos Yepes, José Manuel-, y se probó judicialmente la «colaboración necesaria» del ganadero en los asesinatos. Lo peor de todo es que nunca se llegó a trabajar seriamente con la hipótesis de que hubiera existido un segundo tirador. Y eso, como se ha reseñado, pese a que ya desde las primeras diligencias se atisbaban datos que apuntaban claramente en esa línea.
El padre de los Yepes
Sospechas no confirmadas
Cuando la Audiencia Provincial estableció que los asesinos materiales habían sido dos, y ordenó la reapertura del sumario en Cieza para tratar de identificar al 'hombre sin rostro', muchas miradas se centraron en José Yepes, padre de los dos empleados de Costa. No en vano reunía todas la bazas para convertirse en sospechoso: era alguien muy cercano al resto de los implicados, sus hijos jamás lo habrían denunciado, todos los participantes en el crimen habían cenado en su casa la noche de autos y, aunque sus vástagos siempre aseguraron que él se había quedado durmiendo, se cayó entonces en la cuenta de que su esposa, Josefa, había asegurado, en su primera declaración ante la Guardia Civil, que José Yepes se había marchado en su propio coche hacia la finca, siguiendo al resto.
En posteriores interrogatorios la mujer rectificó tan comprometedora manifestación, y dijo haber sido malinterpretada.
Más datos que apuntaban hacia José Yepes eran que un camino que partía desde su casa acababa en la encrucijada de caminos en la que fueron ejecutados los tres novilleros, lo que abría la hipótesis de que podía haberlos rodeado llegando por esa vía. Y aunque aseguraba no tener escopeta -la segunda arma nunca apareció-, la Guardia Civil encontró en su domicilio una canana con cartuchos.
Las sospechas y los indicios, en cualquier caso, nunca hallaron el respaldo de una prueba sólida y el asunto acabó durmiendo el sueño de los justos. Ni siquiera la promesa de beneficios penitenciarios que recibió Manuel Costa, a cambio de que desvelara el nombre del otro asesino, tuvo efecto alguno. El ganadero siempre mantuvo sus labios cosidos por lo que, en opinión de algunos allegados, era la conciencia absoluta de que la delación le costaría la vida.
Temió ser asesinado si hablaba, pero callar no se convirtió para él en una garantía de longevidad. En abril del 2008, apenas unos meses después de haber recuperado la libertad, un infarto se lo llevó a la tumba. Y en el mismo ataud quedó enterrado su bien guardado secreto.
Si ya poco tenía que temer el 'asesino sin nombre' a partir de ese momento, cualquier inquietud se habrá disipado con el cumplimiento, el pasado día 1, del veinte aniversario del triple asesinato. El delito ha prescrito. Un despiadado criminal jamás recibirá el castigo que merecía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario